martes, 1 de enero de 2019

SI CON PETRO LLOVÍA, CON PEÑALOSA NO ESCAMPA

En estos días de polarización política visceral resulta imprescindible sustraerse a esa tendencia fácil de quienes se limitan a aplaudir a los suyos o escupir a los otros, incurriendo, estos y aquellos, en una seria irresponsabilidad ciudadana. Esto es lo que se intenta aquí: ver cómo, una vez más, los ciudadanos quedamos en medio de una batalla campal entre dos bandos que ni siquiera sumándolos generarían una mayoría objetiva.


Casi no se ve el ciudadano; pero ahí está representado en la pancarta, consumiendo cemento, junto al bus del SITP.

De esta situación, como ciudadano sin más, surge mi inquietud, mi molestia, esta sensación de que no importa en últimas de cuál color vista su discurso el gobernante en ejercicio, en todo caso el turbulento devenir político de la ciudad cada día desconoce más y más a los ciudadanos. Por esa razón me di a la tarea de buscar hacerme una idea medianamente sopesada sobre la manera como en el proyecto de gobierno actual y en el anterior se concibe el sistema “ciudad-ciudadanía-ciudadano”. ¿”Bogotá humana” gobernó para la ciudadanía? ¿”Bogotá mejor para todos” se refiere a “todos” los ciudadanos? ¿Será que en ese eslogan, como dice la RAE, “todos son unos”?

No en pocas ocasiones tuve noticia de gestos administrativos que resultaban irónicos en el núcleo mismo de la llamada Bogotá “Humana”. El argumento con el que los petristas se justificaban era que sólo se obedecía el dictado de las más modernas tecnologías administrativas; y uno, ciudadano sin más, piensa: bueno, tal vez tengan alguna razón, pero la paradoja tecnología-humanidad, en últimas, lo que dejaba al margen era precisamente la ciudadanía. Y es que un ciudadano resulta anecdótico al compararlo con la trascendencia inmaterial de la “Humanidad”. En este sentido, la lógica del bien común como prioridad sobre el particular puede convertirse en una trampa; y sospecho que en ella cayó, no pocas veces, el sueño de la razón petrista.

Ahora, escuchar al actual señor Alcalde, por ejemplo cuando lo entrevistó Yamid Amad, por momentos resulta impresionante. Mientras lo escuchaba, mi memoria traía recuerdos del “Retablo de las maravillas” de Cervantes: “Pues doite por aviso, Chanfalla, que el Gobernador es poeta”. La mirada le brilla mientras señala al frente todo ese futuro de cemento que el ve en donde nadie más. Pero más impresionante que el Alcalde, es el periodista… “Usted habla como candidato”, le dice, para luego reorientar su intervención: “pero ahora está haciendo realidad su sueño”. ¿Ah?

Se diría que Peñalosa aprendió la moraleja de la película de Ciro Guerra: que el enfermo espíritu blanco… “solo aprendiendo a soñar podía salvarse”. Pero, temo que Peñalosa y Karamakate usan la misma palabra para nombrar cosas distintas. Es más, me parece que la particular manera como el señor Alcalde sueña es prueba de la necesidad urgente que tiene de aprender a soñar: no se trata de soñar por soñar; hay que saber soñar. Porque dedicarse a atender las necesidades de la Bogotá de dentro de 40 años puede generar pérdidas difíciles de estimar, teniendo en cuenta que está pensando, desde ahora, por más de diez gobernantes futuros que bien pueden dedicarse a hacer lo mismo que él con su antecesor. Tampoco quiero decir que administrar sea una labor que se deba desentender del futuro; pero, uno piensa ¿qué tanto compromiso tiene con el futuro, con el derecho intergeneracional, una persona que al ver la reserva ambiental diseñada bajo esos preceptos, apenas si percibe una maqueta llena de potreros con unas cuantas vacas? No sé si es por el derroche en bolardos y losas quebradas que yo veo a Peñalosa y me parece que transpira cemento. Uno lo escucha hablar y siente que él no es de este mundo, él no ve lo que todos los demás, él ve cemento aquí, cemento allá… De hecho, es evidente que para Peñalosa las palabras cemento y desarrollo son idénticas. Él no usa talcos, ¡usa cemento!

Y sí, exagero; pero, lo que quiero decir es que Peñalosa piensa en la ciudad como una porción de tierra, o de cemento. La piensa como un arquitecto experto en sustituir potreros por edificaciones; de tal manera que todo aquello que no es una edificación, es un potrero. Me imagino su éxtasis creativo cuando vio el documental Colombia, Magia Salvaje. Debió pensar: “¡Por Mefisto!, ¡qué potrero infinito! Dame mil vidas para poder pavimentarlo”. Al final de la entrevista, yo pensaba: ¿qué es un ciudadano para el señor Alcalde?, ¿el muñequito de plástico que pone y quita en su maqueta? Bueno, hay muñecos de muñecos. ¿Lo que tienen en común es que necesitan dónde vivir? No. Los muñequitos que caben en Ciudad Peñalosa son los que tienen con qué comprarle. ¿Los demás? Ciudadanos no son. Encarcelarlos; ¡para que produzcan!, dirá él, en su delirio.

Entonces, entendí: para Peñalosa, un ciudadano es un usuario de la ciudad que él ofrece; un cliente potencial de su retablo maravilloso. Y vuelve y juega: los sueños de la razón, en este caso la de Peñalosa, producen monstruos. No me parecen tan diferentes, en el fondo, los tecnócratas; sean de izquierda o sean de derecha. Y los del centro… La misma vaina: con su esquizofrenia crónica y legalizada, cuando dicen esto, hacen aquello.

La idea de cultura ciudadana, hay que decir que solo genera una gran confusión. Como política pública es vital. Lamentablemente ni siquiera el mismo Mockus fue leal a la idea que en su gobierno conocimos. Se convirtió en una manera de invertir menos en atención a los usuarios y afianzó la transformación del ciudadano en un cliente. Un cliente dócil. Un cliente obligado a consumir lo que por voto se estableció para él… Media hora esperando un articulado, buses con sobrecupo, estaciones asfixiantes… Protestar al respecto equivale a ser petrista, lo que es sinónimo de “incultura ciudadana”… Me da pena escribir esta barbaridad, pero así lo dicen.

En la escuela aprendí que votar era el acto simbólico de la ciudadanía; nunca he dejado de hacerlo. Siempre convencido de que de esa manera renuevo mi pacto con el Estado. Pero empiezo a creer que el Estado se desdibuja y también mi ingenua idea de ciudadanía. Desde principios de siglo la democracia es otra cosa; nada qué ver con su etimología clásica. De ahí, hoy, la ciudadanía a nadie importa y casi nadie tiene claridad sobre lo que sea. No es para nada extraño que en los programas de Gobierno constituya un concepto dependiente de otros: en el gobierno de Petro la ciudadanía era una manifestación transitoria de la humanidad eterna; mientras que en el de Peñalosa es la masa de cuerpos más o menos pensantes, alegres todos, eso sí, que cómodamente consumen cemento.

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