sábado, 25 de abril de 2020

“La habitación”, una metáfora inconclusa

Pese a que la historia contada es aterradora, la película es bella: trata la problemática con escenas sutiles, en series dispuestas cuidadosamente. Su poética no se concentra en el diseño de personajes; de hecho, muchos apenas quedan esbozados. Esta película dirigida por Lenny Abrahamson y escrita por Emma Donoghue parece más basada en sistemas de tensiones que desencadenan decisiones y actos concretos. Vista así, se identifican con claridad dos partes en su desarrollo; es decir, dos sistemas de tensiones narrativas muy diferentes.

La primera ocurre en un espacio cerrado, al que acceden tres factores: la luz que entra por una claraboya, un ratón y el secuestrador. Comprender la obra en toda su riqueza le exige al espectador que permanezca atento al simbolismo que adquieren estos factores en sus relaciones con los personajes que viven allí; los protagonistas: una mamá (“ma” Brie Larson) y su hijo (“Jack” Jacob Tremblay). Ella fue secuestrada, algo más de seis años atrás, él nació ahí y su mundo durante cinco años ha sido esa habitación. Ahí empieza la película. Primero, la mamá le tiene que explicar que el mundo que aprendió hasta entonces fue una invención y que ese espacio que han compartido es solo el principio de algo más, de otra cosa. De donde surge la resistencia a dejar una concepción del mundo y sustituirla por otra.

En este sentido, se puede leer entrelíneas un guiño de esta película a la realidad de nuestro país en este momento; en cuanto que, para superar un conflicto del que nos sentimos “naturalmente” parte, estamos en la necesidad de reconfigurar la idea que tenemos del mundo. La costumbre será nuestro principal obstáculo. 

La mamá logra que el niño entienda que están encerrados y deben huir; para lo cual, planea una ingeniosa estrategia. La ejecución del plan es emocionante. Un mundo resplandeciente impacta al niño hasta el aturdimiento. Lo que sucede en adelante es la segunda parte.

¿Cómo encarar un proceso de resiliencia ante tan compleja experiencia? ¿Quiénes requieren realizar ese proceso? Aquí está la razón por la que una poética del diseño de personajes resultaría inadecuada: no se trata de un conflicto de individualidades; el secuestrador es una herida en la sociedad, la educación en la solidaridad que recibió la secuestrada de parte de su familia la hizo vulnerable; en consecuencia, los padres de la secuestrada tendrán que renunciar a sus prejuicios para asimilar de nuevo a su hija transformada y a su nieto; todos tendrán que resistir al supuesto saber de la industria mediática –vendedores de espectáculo y consumidores de emociones ajenas– que en aras de saciar su modelo de negocio genera morbo y culpas bajo un hipócrita disfraz de objetividad noticiosa. Además, el niño y la madre tendrán que emprender tardíamente algunas etapas de consolidación emocional que el secuestro que compartieron ha obstruido. 

Ahí está el fondo de la metáfora que transforma la anécdota en obra de arte. Ya que este proceso de escisión y de construcción de identidades autónomas (de la madre y del hijo) es universal. Solo que en el caso narrado la simbiosis alcanza unas dimensiones extremas. Es en ese proceso que aparecen las fallas de la obra; porque la metáfora queda inconclusa. Contrario a la necesaria desarticulación de la extrema interdependencia generada, esta resulta concebida como “el amor sin límites” entre la madre y el hijo. Se agrupan aquí debilidades que también justifican ver la peli. 

En términos de género la historia destaca valores femeninos y resalta los rasgos machistas que se esparcen por el mundo de una manera aterradora, pero no al extremo que la película acaba por mostrarlos. Del secuestrador, nada qué decir: “no es nuestro amigo”, como le dice “ma” a “Jack” en algún momento. De la pareja de policías, solo ella se muestra genial: hace las preguntas certeras, las suficientes (o menos) para resolver el delito en todos sus detalles. El abuelo del niño, padre de la secuestrada, resulta incapaz de deconstruir sus prejuicios. Al doctor, que hace un trabajo adecuado, no se le permite desarrollar un proceso. Y de la nueva pareja de la abuela, cuya riqueza se sugiere grandiosa, se aprovecha muy poco.

En conclusión, la película permite describir la problemática con admirable rigor; pero no logra solucionarla. Se queda corta. La metáfora filosófica que relaciona el prolongado secuestro de los personajes con la relación simbiótica entre madre e hijo resulta apenas como una intuición de la que los realizadores, al parecer, no lograron tomar plena conciencia.

El copyright de la imagen pertenece a su autor o  a su productora/distribuidora.

El documental sobre Janis Joplin

Cómo (y para qué) transformar a una persona talentosa en un personaje decadente


Además de interesarme en la “minuciosa” manera en que Amy J. Berg construyó un particular retrato de la mujer blanca que con una emotividad desbordada cantaba blues en los 60’, la estrategia de marketing mediante la cual la industria cultural colombiana puso a circular esta película entre nosotros también llamó mi atención. En este artículo de corte crítico compartiré algunas curiosidades de la relación entre el contenido de la obra, su composición y su puesta a disposición del público. 

Dos horas antes de llegar al teatro tuve que sopesar si iría a ver la película o si seguía dedicado a mis asuntos. Dos fuerzas iniciales me presionaban a ir: una amiga muy querida, que en ese momento me llamó a invitarme, había comprado boletas para ella y un pequeño grupo de personas que –contando con nuestra afinidad política y nuestro modo de interesarnos por la cultura– ella supuso que tendríamos motivos para verla; su idea era compartir un momento con el ánimo de celebrar cierta situación que no viene al caso. Por otra parte, Janis Joplin es un elemento específico en un momento de la historia del arte que hace parte de mis intereses académicos inmediatos. 


Cuando le pregunté a mi amiga porqué había elegido esa peli, me respondió: “Janis es un «símbolo femenino de la contracultura de los 60’»; además, en la página web decía «Función única»”; después vi que la primera razón también era argumento publicitario. Estos argumentos de por sí no me resultaron convincentes; y tiene sentido, hoy noté un cambio en la publicidad: el número singular de “Función única” se transformó en plural; o sea que esta expresión fue interpretada por los estrategas de marketing con la libertad discursiva usual en el medio. Sin embargo, en mi pensamiento surgieron preguntas cuyo trámite se tornó irresistible: ¿qué es lo que en este contexto llaman un “símbolo femenino”? y, sobre todo, ¿por qué asignarle a Janis el rótulo de “contracultura de los 60’”? Además, me puse a pensar ¿qué interés puede haber hoy en divulgar cierta visión de la vida de un personaje considerado underground? 


Todos llegamos puntuales. Las luces se apagan; empieza la función. La composición del documental está basada en los recursos técnicos que más han impactado en el género: la sensación de polifonía en la administración de las fuentes y el aprovechamiento de material inédito traído de la época. Por medio de estos recursos, efectivamente, se documenta la configuración de un “símbolo femenino”. Para ello, acude a las tácticas ya prescritas en cualquier taller de escritura creativa (de estilo norteamericano): “Admiramos más a un personaje por lo que intenta que por lo que consigue”, es la primera regla de escritura de Estudios Pixar. La idea principal: persuadir al espectador hacia una sensación de realismo prácticamente incuestionable. Al final de la película queda uno deslumbrado… ¿Ahora que vamos a hacer con esta historia?, le pregunté al grupo de amigos cuando se encendieron las luces de la sala. 

Obediente en extremo, en su composición de un símbolo femenino, Amy Berg sitúa como principio estético el énfasis en lo intentado por la talentosa cantante, hasta omitir lo que realmente alcanzó. De hecho, pareciera que no alcanzó gran cosa; y que su máximo logro, en el plano artístico, se concretó justo cuando ya ella había “decidido irse”. De esta manera, se supone que se desmitifica la “leyenda” y se reduce a su “condición humana”. Un momento crucial en la desmitificación se da al situar una escena en la que Janis se refiere a una de sus parejas como alguien que la amó, justo antes de otra en la que ese mismo hombre, hoy canoso, afirma todo lo contrario. Esta marca discursiva ubica al espectador ante el abismo que separa a la leyenda –vista desde sí misma– de la mujer real –vista desde el otro–. Paradójico giro documental: ¿la leyenda es lo que alguien piensa de sí y lo real es lo que percibe el otro? 

En defensa de Janis, cuya vida aporta el contenido a la obra cinematográfica, considero justo señalar que me pareció valiente al decidir suspender su adicción cuando el arte encarnó el reclamo en su propio cuerpo; y, pese a que su producción musical no hace parte de mis costumbres ni de mis gustos, es evidente que sí logró una obra satisfactoria para ella misma como resultado de esa decisión. Contrario a la regla Pixar, eso es lo que más admiro en aquella artista luego de haber visto la película; incluso es posible que un día googlee ese sencillo y lo escuche detenidamente. Además, sospecho que la causa de su fatalidad no fue la adicción que incorporó a sus costumbres, sino la soledad que antecedió esa elección y persistió a ella hasta el último momento. 

En cuanto a la cuestión sobre el vínculo entre Janis y la contracultura, yo creería que es esa soledad lo que la sitúa ahí; una soledad que obedece a su singularidad: una mujer blanca que encontró en el blues la posibilidad expresiva adecuada a su emotividad. Aunque la película parece más inclinada a afirmar que la heroína está entre los peores enemigos del talento artístico: le reduce posibilidades de ganar el prestigio que merece.

El impactante contraste entre cánones de belleza radicalmente distintos, que se atreve a desarrollar la propuesta publicitaria del portal de Cine Colombia para ofrecer sus productos, contribuye a la construcción de lo que ellos denominan un “símbolo femenino”.