Un acontecimiento
político para el país se concretará en el instante en que el Presidente Juan
Manuel Santos firme el Decreto “Uso de Cannabis con fines médicos y
científicos”. Al menos así podemos percibirlo los colombianos que desde siempre
hemos visto, no sin asombro en muchos casos, cómo la marihuana suele despertar dogmatismos.
Sea
este acontecimiento, cada día más cercano, una oportunidad para observar entrelíneas
la problemática política asociada a esta planta considerada sanadora entre comunidades
ancestrales.
Para
darle un punto de partida a esta observación, recordemos que en 1968 empezó a
operar la Junta
Internacional de Fiscalización de Estupefacientes –
JIFE[i],
órgano encargado del seguimiento a la aplicación de los tratados de
fiscalización internacional de drogas, según lo estableció la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes.[ii] Es
un buen inicio para evitar la reseña de la “Resolución 689” emitida el 28 de julio de 1958 por el Consejo Económico y
Social de la ONU, y que da cuenta de las primeras recomendaciones relacionadas
con la fiscalización de estupefacientes. Además, 1968 es un número que resuena
en el imaginario histórico cargado de una serie de ilusiones y esperanzas
ajenas; aquella “época instruida” en la que Allen Ginsberg prendía la
calefacción y se sentaba a ver pasar a los yonquis.
Quienes
consideran que la prohibición de las sustancias que dejan estupefacto a quien
las consume está basada en el prejuicio desconocen información que conviene
actualizar: por ejemplo que a principios del siglo xx el 25% de los hombres chinos eran adictos al opio que los
ingleses les llevaban de India, situación que motivó la convención de Shangai. De
allí se sabe que estas sustancias “representan una grave amenaza para la salud
y el bienestar de los seres humanos, y menoscaban las bases económicas,
culturales y políticas de la sociedad”; así se afirmó en la Convención de 1988.
Al
crear la JIFE, la estrategia de combate al uso indebido de drogas entró a
operar en la forma que hoy conocemos y que combina dos grandes ejes de acción;
uno de ellos limita exclusivamente a fines de orden medicinal la posesión, el
uso, el intercambio, la distribución, la importación, la exportación, la
fabricación y la producción de las drogas. Este eje nos interesa; porque
permite notar que el Decreto, cuya redacción final ya está lista, no es ajeno a
lo previsto desde entonces.
No
deberían alarmarse las personas que se preocupan por la salud física y moral de
la humanidad ante la formalización de una política prevista por ellos mismos; y
exceden su optimismo quienes creen que lo que está en discusión es la
despenalización de la marihuana en Colombia. El Gobierno ha sido enfático en
que lo que se busca es “legalizar el cultivo y la transformación del cannabis
como insumo exclusivo para productos medicinales y científicos”. Conviene leer
la oración completa; no solo la parte que estimula nuestros deseos, que es la
misma para los detractores y para los optimistas.
El
decreto que se firmará en Colombia no es semejante a las políticas que recientemente
se fijaron en Uruguay, Colorado, Washington, Alaska y Puerto Rico; contextos en
los cuales se abrió paso al uso recreativo de la hierba; lo único que comparte con
estos hitos históricos es que también toma en cuenta los resultados de
investigación incluidos en el catálogo de publicaciones del Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas
(IDPC), red mundial creada en 2007 y que, dado el escaso impacto de la guerra
contra las drogas, se ha dedicado a promover el debate abierto y objetivo sobre
el sentido y la eficacia de las políticas de drogas con el fin de concebir una
reglamentación que, basada en la evidencia científica, reduzca efectivamente el
daño que estas sustancias ocasionan.
La Junta y el Consorcio no son entidades del todo antagónicas:
persiguen el mismo objetivo, solo que confían en estrategias diferentes.
Nuestro decreto tal vez llegue a ser un interesante ejemplo de transición entre
las convicciones que han sustentado a la Junta y las oportunidades que intuye
el Consorcio respaldado en investigaciones que, por ejemplo, prueban las
propiedades terapéuticas del cannabidiol – CDB (alivia el dolor, es antiinflamatorio,
no es sedante, no intoxica), el tetrahidrocannabivarín
– THCV (antidiabético relativo), el
cannabigerol – CBG (para el cáncer de próstata) y el cannabidivarín – CBDV
(para la epilepsia).
El desarrollo farmacéutico de estas y otras hipótesis hace
necesaria la regulación que está por firmarse. Además, constituye una posible oportunidad
de negocio digna de consideración en estos momentos en los que la industria
energética que sustenta la economía nacional atraviesa la crisis de la que ya
todos somos conscientes.
[i] La JIFE (International Narcotics Control Board – INCB) integra lo que antes
fue el Órgano de Fiscalización de Estupefacientes (creado a partir de la Convención para limitar la fabricación y
reglamentar la distribución de estupefacientes de 1931) y el Comité Central
Permanente de Estupefacientes (creado a partir de la Convención Internacional del Opio de 1925). Sus 13 miembros son
elegidos por el Consejo Económico y Social de la ONU y ejercen sus funciones
con total independencia respecto de sus gobiernos. Uno de sus miembros actuales
es el profesor colombo estadounidense Francisco E. Thoumi quien dirigió el Centro
de Estudios y Observatorio de Drogas y Delitos (CEODD) del Colegio Mayor de
Nuestra Señora del Rosario desde agosto de 2004 hasta finales de 2007.
[ii] La Convención
sobre Sustancias Sicotrópicas de 1971 y la Convención contra el Tráfico Ilícito
de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1988 han actualizado las
determinaciones fijadas allí; en abril de 2016 se realizará la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones
Unidas sobre Drogas.
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